RE-CREACIÓN

Este es un blog de ejercicios a cargo de la profesora Gloria Macedo.

19.2.07

La tía veneno (crónica)

Pamela Camavilca

“La señora que vende anticuchitos”, “la que tiene su puesto en la esquina”, en fin, hay miles de maneras de nombrarla y cada quien la llama según desea. Así como un significante puede tener varios significados, también hay varios para aquellas señoras que venden comida al paso. Su significante, “la tía veneno” no tendrá su lugarcito en el diccionario de la Real Academia, pero tiene otro lugarcito, que es el corazón de todos los limeños, quienes desde épocas atrás bautizaron a esas señoras con este nombre tan peculiar.

“La tía veneno” pasó a convertirse en un personaje importante y conocido para nuestra querida Lima y su gente. Por lo general, su gran oficina es un carrito “sanguchero”, donde hace delicias con tan solo unos cuantos utensilios de cocina. Sin embargo, esto no parece ser un impedimento para doña Berta, quien tiene a su casa como su centro de negocio, ubicado en la cdra. 30 de la Av. San Luis y, día a día, se presenta para servirnos con sus deliciosos manjares. Manjares que pueden variar desde un reponedor caldo de gallina, hasta unas deliciosas salchipapas, las cuales todo el barrio prefiere por llevar una inusual crema de ocopa.

Esta vida llena de saber culinario empezó hace diez años para doña Berta. “La pista no estaba hecha todavía”, señala ella, ya que en el momento en que se inició como cocinera nada de la urbanización estaba construida. Y es que ella fue la pionera de la comida rápida de la zona. Con mucha astucia y audacia supo darle la espalda al desempleo en el que se encontraba y empezó a convertirse en una ingeniosa peruana más del “recurseo”. Hacer delicias con las manos: una habilidad nata, la usó como su arma de trabajo y fue así como surgió la idea de poner un negocio de comida.

Tal como las tendencias de la moda cambian, también lo hace la cocina y esto lo podemos comprobar con el caso de nuestra “tía veneno”. Ella empezó preparando el tan famoso pollo broaster, que en sus años dorados era el ideal de cualquier ocasión y es el mayor responsable de atraer a sus principales “caseros”. Ahora se encuentra haciendo las famosa alitas o buffalo wings, como prefieren llamarlas algunos.

No solo son las alitas las que salen como pan caliente, sino que cada uno de sus productos tienen una gran acogida por el público sanborjino. Las salchipapas, hamburguesas, alitas y caldos de gallina son los mejores, los preferidos del barrio, pero ¿qué los hace tan especiales? Pues, ser trabajados con absoluta limpieza y tener los ingredientes frescos, hacen que no se sientan las miles de calorías culpables de esos molestos “rollitos de más”, sino que se sientan los platillos como hechos en casa.

Son ya las 5:30 a.m. y ni siquiera canta el gallo todavía, pero ya en pie está Doña Berta, lista para dirigirse al mercado de San Juan de Miraflores y hacer sus compras matutinas. Pollo trozado y por mayor es lo que la llama a ir ahí y, aunque sea un poco peligroso, ella va con tal de cumplir su deber. Prende la cocina, pone las ollas, tiene listo el aceite y, por supuesto, comienza a freír el pollo. Después de un arduo tiempo de shopping, es así como realiza el sagrado ritual de preparar la comida. Día a día, doña Berta repite esto para poder satisfacer a todos sus clientes, a quienes trata como si fueran amigos del alma, desde taxistas hasta trabajadores de empresas cercanas.

Clientes y más clientes y doña Berta junto a su omnipresencia en su negocio no son lo suficientemente bastos para poder atender a esta clientela impaciente por su comida. Sus ingresos no le alcanzan para poder contratar a una asistente quien la ayude con el resto del trabajo, pero ella tiene a alguien muy eficiente. Este ángel mandado del cielo es su pequeña hija quien la acompaña siempre. Cortar las papas, freír las hamburguesas, limpiar algunas mesas, en fin, cualquier trabajo que se tenga que hacer, ella lo hace. Las dos son como el dúo dinámico y juntas se encargan de llevar el negocio viento en popa.

Una vez doña Berta se encontraba trabajando con su hija, cuando de pronto, se aparecieron unos ancianitos que le empezaron a cuestionar acerca de su trabajo y le preguntaron sobre su fe religiosa, ella se asombró y les contestó que era cristiana. Ellos siguieron profundizando en el tema, hasta que, de pronto, ellos le dejaron un sobre. Debido al apuro, no vio lo que había adentro. Terminó la sesión de trabajo diario y junto a su hija abrió el sobre. Se quedó pasmada al ver los trescientos soles que se hallaban ahí, sin remitente y nada escrito. Empezaron a saltar de la alegría y emoción, aunque con mucha incertidumbre por saber cuál fue el motivo del sorpresivo regalo. “Fue una bendición de Dios”, señala Berta, nostálgicamente, y afirma que ese dinero le fue de mucha ayuda en esos días.

***

Desde sus inicios hasta el día de hoy, el negocio de comida al paso de Doña Berta ha ido evolucionando. Antes, ella solo contaba con una cocinita a querosene y un televisor. Su puesto era pequeño y se encontraba fuera de su casa. En estos días esa cocinita quedó como cosa del pasado, en su reemplazo hay una monumental cocina a gas, especializada en hacer frituras por tener un amplio tablero de acero inoxidable. El “afuera” se convirtió en “adentro”, su pequeño hall con unas cuantas mesitas y sillas se tornó en un lugar cómodo para comer. Todo cambió, menos su inseparable, que estuvo con ella en las buenas y en las malas: su televisor. Mientras todo dio un giro de 180º aquel viejo televisor no abandonó su puesto, ni por un widescreen.

Al parecer, el tremendo éxito de nuestra “tía veneno” se debe a múltiples factores, ingredientes perfectos para un buen negocio. El primero la ayuda de Dios, como dice ella. El segundo y muy importante es el apoyo de su menor hija, quien no vacila a ponerse a trabajar duro y parejo para poder apoyar a su madre. Y el tercero, el que hace que su negocio siga en pie, es el sueño de Doña Berta de poder verlo convertirse en algo muy grande y exitoso y, sobre todo, ver a sus hijos a cargo de este. Y es que nadie puede negar que el amor de una madre es capaz de todo, como Doña Berta quien se emprendió en el trajinado viaje de la cocina, solo para poder darle a sus hijos un futuro mejor.

Peruanos como doña Berta abundan, día a día vemos en cualquier esquina una “tía veneno”, quien humildemente trata de salir de la pobreza y falta de empleo. Nosotros no debemos creernos el cuento de que somos pobres. Doña Berta todavía no tiene mil empleados a su disposición, una súper cocina, tampoco tiene muchas cifras en su bolsillo y mucho menos el gran restaurante deseado. Lo único que tiene, y más que suficiente para conseguir lo que sueña, es la perseverancia que impera su vida, lo que la lleva a esforzare, trabajar y, sobre todo, nunca mirar abajo y poder cumplir así una meta que no solo la beneficia a ella, sino a todo el país.

Lejano amor (crónica)

André Miranda

Son las 5.25 a.m., Edgar se levanta. Como todos los días su estampita de San Martín de Porres lo acompaña en la cabecera de su cama. Toma un duchazo frío, desayuna una taza de café y unas galletas, y sale apresuradamente de su pequeño departamento. Un día más, unos dólares más para mandar a su familia. Trabaja en el aeropuerto Internacional de La Guardia Airport en la sección de limpieza. Toma dos buses y un tranvía, pues no hay otra forma de llegar desde Patterson, que es donde reside.

Lleva cuatro años de servicio en el aeropuerto de la “Capital del mundo” o la “Gran manzana”, lugar que recibe aproximadamente 24 millones de pasajeros, anualmente. El día normal de trabajo no es tan malo, hoy solo le dieron dos gates o puertas de embarque, como le dirían acá. Su labor consiste en pasear por los gates todo el día y verificar que todo esté limpio.

Él es uno de los nueve mil trabajadores que laboran en el aeropuerto; de ellos, dos mil son inmigrantes que, con documentación falsa, lograron sortear obstáculos y buscan una oportunidad para sustentar a sus familias que, lejos de ellos, anhelan volver a verlos algún día.

Son las 12.30 p.m. y toca el primer turno de descanso. Edgar se dirige rápidamente a un teléfono público, saca una tarjeta de su vieja billetera de cuero repujado la cual dice “Nasca”. Es una costumbre llamar a esa hora, ya que su esposa Anita (como la llama de cariño) lo espera al otro lado de la línea.

— ¿Y gordita? ¿Cómo está la bebé? —son las primeras palabras de Edgar.

— Todo bien —responde Ana.

Ellos tienen una pequeña hija llamada Sofía, que apenas reconoce el rostro de su papá. El único recuerdo que tiene de él es aquel video casero que Edgar mandó hace ya dos años y con el que Anita siempre llora. La conversación no dura más de 20 minutos, pues Edgar se tiene que dar un tiempo para comer algo, que es lo que lo mantendrá con fuerzas durante el día.

A las 5 p.m. Edgar marca tarjeta y comienza el largo camino de regreso a casa. Las radios anuncia que la temperatura es de - 4° C en la ciudad de New York. Caminando, el frío es segundo plano en su mente, no hace otra cosa que pensar en su pequeña hija y su esposa. Solo tiene una imagen: él junto a su familia siendo felices. Mañana será el santo de Edgar, un día normal para él, pero solo hasta que regrese del trabajo.

Amanece. Como todos los días se levanta y hace la rutina de siempre. Llega al trabajo y en la hora del descanso llama para recibir el saludo de su querida Anita y oír la voz de la pequeña Sofía que, con vocecita tierna le dijo: “Feliz cumpleaños papito, te quiero mucho”. Una sonrisa de oreja a oreja se dibujó en la cara de Edgar y no lo abandonó hasta después de media hora. El día siguió su curso y, sin pensarlo, el trabajo se dio por terminado.

Regresa a Patterson, una de las ciudades con la colonia más grande de peruanos en Estados Unidos, donde es imposible no cruzarse con algunas bodeguitas y el típico afiche de la chica de Pilsen o Cristal, o un móvil de Sublime colgando, recordándonos ese sabor celestial que nos hacía delirar cuando niños. Edgar hace una parada en una tiendita para comprar dos six pack de Cusqueñas y una bolsita de papa a la huancaína Maggi para preparar. Cruza la calle y llega al restaurante “El peruanito” donde, ni bien entra, pide una fuente de carapulca hecha con las manos de Doña Mirtha, una señora piurana que ya reside allí por más de 12 años.

Con las manos llenas se dirige a su pequeño recinto donde se dará inicio a una típica reunión “perucha”. Ingresa, deja las cosas en la cocina y se da un duchazo. No pasó mucho tiempo para que su “compadre” Raulito Aguirre le toque la puerta con otro six pack de Cusqueñas bien heladitas. El saludo que, estoy seguro, la mayoría de nosotros ha escuchado por lo menos vez en su vida en alguna reunión familiar:

—Feliz cumpleaños, pues “comparito” —entona, alegremente, con una sonrisa Raúl.

—Gracias, gracias compadre —responde Edgar.

Laura, una limeña del distrito de San Juan de Miraflores, quien llegó hace tres años, se encarga de repartir la carapulca que se mezcla con el aroma de cigarros y cerveza, tal y como sería en una típica casita de Perú.

El criollismo nunca falta, ponen un disco de música peruana para brindar y cantar “Lejano amor” de Los embajadores criollos o gritar “Estoy enamorado de mi país”, desde el fondo del corazón. No se ven más que caras jubilosas y alegres en la habitación, carcajadas y risas por un lado y por el otro. Carlos Tafur trae la guitarra y Raulito Aguirre corre a su departamento por su cajón. Son las 3 a.m., se armó la jarana. Se entonan canciones de Eva Ayllón, el “zambo” Cavero y Lucho Barrios, hasta ya no poder.

La fiesta termina, todos se despiden alegremente, unos más mareaditos que otros. La mayoría trabaja al día siguiente, pero eso no es problema porque saben que valió la pena sentirse “de nuevo en el barrio”. Abandonan el lugar, caminan hacia sus casas, otros parten en sus carros. Al final, Edgar solo ve lo que fue un gran cumpleaños con una “segunda” familia. Cansado y relajado se echa a su cama, sabiendo que mañana será otro día más.

Así como Edgar, son casi tres millones de peruanos los que viven en el exterior, no solo en Estados Unidos, sino también en países a los cuales nunca nos imaginaríamos ir. Algunos, llevados por la necesidad, toman nuevos rumbos, dejando atrás todo: familia, amigos y aquello que quieren y les da una razón para vivir. Y es así, a veces, la necesidad puede más que el amor.

Pintura del corazón (crónica)

Sandra Arroyo Vargas

Miraflores, 10:30 a.m. Caminaba por el Parque Kennedy, pues había quedado en encontrarme con una amiga en ese lugar. Mientras tanto, observaba cómo mis zapatillas se iban mojando lentamente y el dobladillo de mi pantalón se humedecía a medida que avanzaba, el cielo se encontraba nublado y pequeñas gotas de lluvia caían sobre mi rostro. Estaba concentrada en la música que salía de mis audífonos. Sin embargo, decidí mirar al frente y observé a un grupo de hombres que llegaba por un extremo del parque cargando muchos cuadros cubiertos con telas. Me detuve un momento porque recibí un mensaje de texto de mi amiga: “Espérame media hora más, tuve problemas y llegaré tarde”.

Luego de renegar, decidí sentarme en una banca justo al frente de los hombres que ya se encontraban instalando sus cuadros. Había visto a esos artistas, y a sus obras, innumerables veces; pero era la primera ocasión que los veía al comenzar su día de trabajo. Apagué mi MP3 para escucharlos: “Espero que las ventas de hoy sean buenas”, dijo uno de baja estatura. Otro caballero solamente asintió con la cabeza y todos siguieron acomodando sus cuadros, hasta que ya todo quedó listo. En ese momento me puse a pensar si llegaban a vender todas sus obras o si ese dinero les alcanzaba para vivir. Fue ahí donde decidí investigar sobre estos personajes y es así como comienza esta crónica.

Después de unos días me encontraba en la misma banca, con una libreta de apuntes y un lápiz. Me acerqué al grupo de hombres, al principio con un poco de temor, porque pensaba que me rechazarían al pedirles una plática, pero fue todo lo contrario. Una sonrisa se dibujó en sus rostros al ver mi interés por su trabajo y estuvieron dispuestos a contarme de todo.

Ellos están todos los fines de semana desde muy temprano en el centro del Parque Kennedy, sentados al costado de sus obras, con una cálida sonrisa dirigida a cada persona que se detenga a verlas y que, posiblemente, esté interesada en comprar alguna pieza. Pero ¿qué hay detrás de estas sonrisas?

Marco Arce, de 35 años, egresó de la Escuela Nacional de Bellas Artes. Fue un buen alumno, pero eso no le bastó para poder encontrar trabajo. Intentó la enseñanza de artes plásticas, pero no consiguió el puesto deseado, también quiso crear un taller de pintura, pero no lo pudo llevar a cabo. Pasó un tiempo pintando por diversión y, a pesar de que no ganaba dinero por eso, se sentía feliz porque hacía algo que le llenaba el alma: pintaba. Así fue hasta que un amigo suyo le contó del negocio del parque. “Ya lo conocía, pasaba muchas veces viendo cómo vendían sus cuadros, pero nunca me imaginé que terminaría como ellos”, me comentó.

“¡Yo soy el amigo!”, dijo el caballero que estaba sentado al costado de Marco. Ambos rieron. Aquel que le había recomendado a Marco sobre este negocio era Francisco Delgado, de 39 años. A diferencia de nuestro primer artista, Francisco es autodidacta. “¿Una carrera? ¿Para qué? No necesitas aprender algo que tienes siempre presente en tu mente y corazón y deseas plasmarlo en un papel, óleo o lo que sea”. Luego de escuchar esas palabras, dirigí la mirada a los cuadros de ambos. La técnica era ligeramente parecida, la temática tratada era la misma: paisajes peruanos.

A unos diez pasos de donde Marco y Francisco estaban instalados se encontraba Álvaro, de 47 años. Él, durante toda su vida, se ha dedicado a la pintura. Y tiene algo que lo diferencia de los demás: es dueño de un taller que está ubicado en San Isidro, donde enseña a jóvenes que desean postular a la PUCP, de donde él egresó. “La pintura es mi pasión. Enseño mis conocimientos a personas que tienen esa chispa de artista en su interior y a la vez vendo mi arte. Y aparte de todo eso, ¡me pagan!”, dijo Álvaro, riéndose.

Hasta ahora todas las palabras reflejaban a artistas felices, pero no todo era color de rosa, no todos ven las cosas como Álvaro. Para gente como Marco y Francisco, quienes viven de este negocio, es necesario vender la mayor cantidad posible de cuadros para satisfacer sus necesidades. Pueden ser felices haciendo lo que hacen, pero de esa felicidad no comen, no pagan una vivienda, no se visten.

“Nuestras esperanzas crecen cuando vemos que grupos de turistas se acercan a ver nuestras obras y, más aún, cuando hablan bien de ellas”, dice Francisco. Otro caballero que estaba al costado escuchaba nuestra conversación y se unió a ella. “Siempre le das el crédito a los turistas, también hay gente de acá que se interesa por el arte de sus compatriotas, ¿o estás llamando ignorantes a los peruanos?”. El hombre tenía una mirada fría y sus palabras fueron dichas con mal tono. Francisco me dijo: “No le hagas caso, es muy envidioso, cuando ve que compran cuadros de otros y no los suyos, se molesta mucho”. Este señor también vivía de la venta de sus obras y al parecer no le iba muy bien, por lo que me comentó Francisco. “En fin, te iba contando de las ventas”, dijo retomando el tema. Ellos, por más amigos que puedan ser, están en continua competencia. El cliente, al ver tantas obras ante sus ojos, muchas veces no sabe cuál escoger, sobre todo si las técnicas y los temas son parecidos. Al momento de comprar se guían por quien tiene más poder de convencimiento y le ofrece el precio más barato, claro.

Marco comenta que entiende a Gabriel, nombre del caballero que antes contestó con malhumor. “Es casi imposible que no envidies a alguno de los aquí presentes cuando llega a vender algún óleo”. Por eso, algunos tomaron la decisión de que dentro de poco tiempo intentarían nuevos estilos, pero conservando la temática, así el cliente podría apreciar más las diferencias entre todas las obras y decidirse por la mejor y no escoger una de entre tantas iguales.

“¿Nuevos estilos, pero conservando la temática?”, pregunté. “El tema principal es el Perú, su cultura, sus paisajes, sus habitantes, todo lo relacionado con él, está plasmado en la mayoría de estos cuadros”. Con esas palabras llegó la hora de retirarme, para que estos caballeros prosigan con su labor. Su hora de almuerzo había terminado.

Ya estaba por regresar a mi casa. Había cruzado la pista para tomar el micro, pero, inexplicablemente, regresé la mirada hacia donde había estado hacía unos minutos, en el centro del parque. Y vi lo que ellos tanto esperaban: muchos clientes y, sobre todo, los favoritos de Francisco, un grupo de turistas.

Dudé un momento. No sabía si regresar y conversar con aquellas personas que se veían interesadas en los cuadros de nuestros personajes. “No perderé la oportunidad”, me dije y volví. Me puse al lado del grupo de turistas, como quien pasa piola aparentando que veía los cuadros cuando lo que hacía era escuchar sus comentarios. Uno de ellos me dijo: “Interesantes óleos, ¿no lo crees?”. Mi reacción fue de asombro. Yo creía que eran norteamericanos y este señor hablaba un español muy fluido. “Sí, y justo hago un trabajo de los autores de estos cuadros”, le respondí. Me comentó que, efectivamente, era de Estados Unidos y estaba de viaje en Perú con su familia y que él era el único que hablaba español. Se llamaba John Meyer. “Queremos algo de arte peruano actual, moderno y único y me hablaron de este lugar y, sin dudar, vinimos”. Era la oportunidad perfecta. Conduje al grupo de turistas a donde estaban los artistas con los que anteriormente había conversando. Los rostros de Marco, Francisco y Álvaro se llenaron de felicidad y, más aún, cuando cada uno de los miembros de la familia de John les compraron varios cuadros y quedaron todos satisfechos.

Había sido un día de mucha suerte para mí, para estos artistas y para aquellos turistas. Esa fue una forma de agradecerles a los pintores el tiempo que emplearon en ayudarme a redactar estas líneas, porque sin ellos, esta crónica, simplemente, no existiría.